jueves, 21 de junio de 2012

Capítulo 11. El mensaje





Capítulo 11. El mensaje

Carles y Ramón estaban tardando mucho. Ya casi habían pasado cinco minutos. Cristina se puso muy nerviosa al ver aparecer el tren a lo lejos. Poniéndose en pie de un salto, se asomó a ver qué hacían el periodista y Carles, y los vio junto a una figura que estaba en el suelo. Sintió deseos de acercarse, pero a ella le gustaba ser obediente y se serenó quedándose donde estaba. Las figuras oscuras que corrían estaban ya muy cerca de ellos y, sin duda, no eran amistosos, ya que cada vez parecían correr más. «No creo que sean buenos», pensó con mucho terror Cristina. El tren tomó la última curva para llegar a la parada y comenzó a ralentizar poco a poco su marcha. Cristina no estaba segura pero juraría que el tren, que venía de la dirección en la que se encontraban las figuras, había pasado por encima de alguna de ellas. «Tardan mucho y los van a coger esas sombras», pensó, «debo avisarles»:
―¡Carles! ¡Señor Ramón! ¡Venid, por favor!
No estaba segura de que le hubiesen oído, estaban un poco lejos y su voz era muy floja debido al miedo y a lo débil que se encontraba. Fue a gritar de nuevo empleando todas las fuerzas que le quedaban, pero antes de lanzar la voz, un timbre, el segundo aviso, resonó por toda la estación de forma estridente. Ramón y Carles se pusieron en pie y comenzaron a correr de vuelta. Las figuras estaban apenas a un par de minutos como mucho de distancia y no paraban de acelerar. Ahora sí estaba segura, el tren atropellaba a algunas de esas personas raras porque ni si quiera se apartaban de su camino. «Son monstruos» pensó la niña. Corrían de una manera que a la pequeña Cristina le recordaba más a un animal que a una persona, pues, a pesar de ir sobre las piernas, parecían todos muy encorvados y, aunque ahora hubiese luz, seguían siendo como sombras. Un escalofrío recorrió la espalda de la niña que inmediatamente se dijo a sí misma que eso no era bueno, que eran monstruos de verdad. El tren comenzó a parar y ella introdujo rápidamente las maletas. Mientras introducía la última, vio como las primeras figuras estaban alcanzando a Ramón y a su hermano, que estaban llegando a la parada de tren. El tercer timbre del tren sonó más fuerte que los anteriores asustando a la niña de nuevo. Su hermano y Ramón habían desaparecido entre la primera fila de esos seres.

Capítulo 12. Un pequeño héroe

―Una rosa en el infierno no es luz suficiente. La oscuridad se acerca. Salvaos, Ramón y Carles.
Aquel hombre moribundo había dicho exactamente eso. Ramón no lo entendía, pero le daba igual. Sabía su nombre y eso era muy perturbador. Además, el hombre tenía una extraña mancha cubriendo la mitad de su cuerpo, una mancha negra y purulenta que emitía un hedor a podrido y que se movía lentamente por su cuerpo. En cuanto la vieron, Ramón y Carles tuvieron cuidado de no tocar al hombre, y mucho menos su mancha. Además, apenas tuvieron tiempo ya que el hombre, tras unos instantes mirándolos con ojos ausentes, había soltado semejante cosa. «Sabía mi nombre», se decía Ramón aun perturbado por el momento mientras se había dado la vuelta con el niño para echar a correr.
Las figuras estaban mucho más cerca, corrían mucho y les pisaban los talones, pero la parada estaba también muy cerca y el tren había llegado. El tercer timbre del reloj que anunciaba la llegada del tren y su pronta partida acababa de sonar y tenían que darse prisa, así que aceleraron un poco más. Carles comenzó a subir a la pasarela y Ramón lo siguió. Sin embargo, Ramón no sabía que uno de los escalones o varios estaban rotos o en mal estado y, aunque al bajar no cedió ninguno, al subir, uno se rompió bajo su pie. El periodista tropezó y cayó de bruces contra el borde de la pasarela rompiéndose un diente y haciéndose mucho daño. Carles lo vio y paró para ayudarlo. En ese momento, los dos se dieron cuenta de que las figuras que corrían estaban a su lado. Eran personas de color negro como el carbón y con los ropajes raidos. Sus ojos eran de color blanco sin iris y plagados de venas rojas que trasmitían la sensación de ira. De sus bocas asomaban hilachos de baba de color amarillento que caían sobre el suelo. Sus cuerpos se hallaban encorvados y tensionados. Ramón se incorporó al tiempo que una de las figuras saltó agarrando su pantalón. Carles dio un rápido puntapié en la cara de esa figura a la vez que esquivaba el abrazo de otra de ellas. Ramón tiró de su pierna hacia arriba de la pasarela, al tiempo que la patada de Carles alcanzaba el objetivo, y consiguió soltarse perdiendo un trozo de tela de su pantalón. Subieron a la pasarela sin mirar atrás y, esquivando un par de figuras más, lograron entrar en el tren. Este comenzó a moverse lentamente al entrar ellos. Cristina, a su vez, se escondió bajo uno de los asientos muy asustada. Ramón, que había tropezado al entrar, se encontraba de rodillas en el suelo y la mano de una de esas figuras le agarró del cuello de la gabardina tratando de tirar de él para fuera. El tren aún andaba muy despacio y varias de esas figuras se habían agarrado a la puerta, mientras que otras tantas corrían por fuera persiguiéndolo.. Otra figura más agarró a Ramón por el pantalón esta vez y comenzó a tirar de él. El periodista trataba de agarrarse a las paredes del tren, pero esas figuras le agarraban con demasiada fuerza. El tren iba ganando velocidad, pero él se encontraba con medio cuerpo fuera del vagón y no creía poder hacer nada para zafarse de las figuras, por más patadas que les lanzase. Ramón pensó tristemente que, al menos, los niños estarían a salvo, y sentía mucho no poder protegerlos. Lanzó un par de patadas más a la desesperada al tiempo que su mano soltaba la pared del tren sin fuerzas para agarrarse más. Estaba a punto de caer fuera cuando, de repente, escuchó cerca de su oído:
―Cuide de mi hermana como prometió, señor Ramón.
Carles, empuñando la pala que él mismo había reparado, saltó sobre las dos figuras derribándolas y cayendo los tres fuera del tren. Ramón estaba libre y el tren iba lo suficientemente rápido como para que las figuras no lo alcanzasen, pero Carles había saltado. Ramón buscó desesperadamente una manera de parar el tren, pero no la encontró. Entonces, se preparó para saltar en su búsqueda, tomó algo de carrerilla y, cuando se disponía a saltar, vio a la pequeña Cristina sola, agazapada bajo un asiento y triste, por lo que se detuvo. Cristina estaba asustada y Ramón también. La niña lo miró con lágrimas en los ojos y le dijo con una tranquilidad que trataba de esconder miedo:
―Mi hermano estará bien, mamá siempre decía que sabe cuidarse muy bien solo.
En los ojos de Ramón brotaron lágrimas. No sabía qué hacer, no sabía qué decirle a la pequeña.
―¡Ojalá su hermano estuviese bien! ¡Ojalá fuese cierto! ―imploró al cielo Ramón.
Sin embargo, el periodista no encontraba consuelo y comenzó a llorar abiertamente. No quería asustar más a la pequeña, no quería llorar delante de ella, pero no podía controlar esa sensación de impotencia. Las lágrimas cubrieron sus mejillas y comenzaron a caerle por la barbilla. Seguía asustado, sin duda, pero ya había olvidado el terror y daría lo que fuera por haber saltado él en vez del pequeño héroe. Un nudo en la garganta le hizo suspirar y en ese momento sintió una pequeña mano en el hombro. Era Cristina, quien le miraba con una sonrisa algo forzada y los ojos mojados por las lágrimas:
―Señor Ramón, no llore, mi hermano estará bien ―dijo con leve convicción la niña.
La mano de la niña le transmitió a Ramón un leve atisbo de tranquilidad y, mientras rebuscaba en su gabardina la petaca, le dijo:
―Encontraremos a tu hermano y estará bien, te lo prometo. Y esta vez lo cumpliré.
En ese momento, sacó la petaca y un papel cayó desde el mismo bolsillo en el que la alojaba. Ramón miró a Cristina y ella lo miro a él. Pasaron unos segundos de silencio, sólo interrumpidos por el traqueteo del tren, que se dirigía a Naraca a un ritmo continuo y rápido. Ramón tomó el papel del suelo y lo abrió:
«CUIDE DE MI HERMANA, SEÑOR RAMÓN. VOY A BUSCAR UNA ROSA EN LA OSCURIDAD. EL CAMINO TERMINA EN MONTESQUIU. ALLÍ NOS VEREMOS.»
Ramón tomó un trago de su petaca. El alcohol entró en contacto con la herida aún sangrante que ocupaba el lugar donde hace poco estaba su diente. Esto le hizo sentir algo de dolor y escozor, pero apenas lo notó, pues seguía profundamente anonadado. Dio un nuevo trago, quizá el último que quedaba en la petaca, tratando de encontrarse a sí mismo, y miró de nuevo el papel, a la par que un atisbo de esperanza nacía en su interior.
―O quizás sea él el que nos encuentre a nosotros ―dijo mientras miraba a la niña.
Cristina le miró y, tras unos segundos más leyendo el papel a duras penas, le dijo:
―Mi hermano ha ido a buscar a Mamá”.

FIN DEL PRIMER VOLUMEN

  
Epílogo. Una Rosa en la oscuridad

«“Quietos como estatuas”. ¿Cómo es posible que esas fueran las últimas palabras que les dije a mis pequeños?», se preguntaba Rosa con un nudo en la garganta y los ojos irritados de tanto llorar. Hacía más de una semana que se había marchado a buscar ayuda y había dejado a los niños en una parada de tren en mitad de la nada. Debían encontrarse muy solos y, lo que es peor, aún estarían esperándola y pronto se les gastaría la poca comida que pudieron llevar consigo al huir de Barcelona.
La guerra era inminente, no sólo en su ciudad sino en toda España, en algunos lugares incluso ya habían empezado los conflictos y los bombardeos. No era raro descubrir de la noche a la mañana que alguien había desaparecido o incluso había muerto por pensar de una manera o de otra.
Rosa era totalmente apolítica. Sin embargo, era una persona muy católica de arraigadas costumbres eclesiásticas y eso, en tiempos de odio, podía ser malinterpretado por cualquiera. Su marido se marchó de casa un par de años atrás, casi sin decir nada, sin explicar ni adónde ni por qué. Tan sólo había cogido una vieja escopeta de caza y había salido por la puerta una mañana, sin ni tan siquiera mirar atrás. Ella estaba sola, muy sola, y aún era muy joven, tan sólo 28 primaveras habían pasado por sus venas, y cargar con dos hijos, casi sin dinero, había sido la prueba más dura a la que hubo de enfrentarse. Afortunadamente, aún le quedaba una hermana, María, quien siempre estuvo a su lado y que, tras la marcha de su marido, le había ayudado a conseguir un trabajo en la lonja limpiando pescado.
Pero la guerra se acercaba y pronto la gente dejó atrás su convivencia para pasar a tener miedo de todos, incluso de su vecino más cercano, y eso mismo ocurrió con Rosa. Se rumoreaba en su barrio, la Barceloneta, que el marido de Rosa era militar y había partido hacia Sevilla, ciudad que Franco y Queipo de Llano habían tomado, para unirse a las filas nacionales. A Rosa, ese hecho le importaba un bledo mientras su marido, al que sin duda guardaba un poco de rencor por haberse marchado, estuviese sano y salvo, pero la mayoría de sus vecinos veían a los nacionales como el enemigo y si su marido era uno de ellos, Rosa también lo era a sus ojos. Rosa recordaba nítidamente cómo su hermana la había despertado una noche a altas horas de la madrugada para advertirle de que algunos de sus vecinos estaban pensando cosas terribles sobre ella y debía marcharse cuanto antes. Poco después, Rosa, con lo poco que tenía ahorrado invertido en unos billetes de tren y con sus hijos bajo el brazo, compró víveres para algo más de una semana preparándose para tomar un tren que la llevase a su pueblo natal, Tremp.
Tremp era un pequeño pueblito del pirineo lleidatá, donde quizá la situación estuviese algo más calmada y, sobre todo, donde aún vivía su madre en una pequeña casita. Pero la guerra avanzaba rápido y, tras lograr tomar un tren con dirección a Francia desde la abarrotadísima estación de França, en Barcelona, su viaje continuó poco más. Al parecer, la frontera de Francia estaba a punto de ser cerrada por los propios franceses para no interferir en el conflicto que estaba surgiendo en España. Para más inri, no eran pocos los rumores que informaban de cortes en las vías de tren por miembros de grupos armados reclutando gente para combatir el avance nacional. Todo era cierto. Cuando apenas habían comenzado su viaje y tan sólo se encontraban cerca de la ciudad de Cervera, el tren había sido detenido por un grupo de campesinos armados con rifles. Habían tapado con rocas las vías del tren para después obligar a la gente a bajar y, en algunos casos, entregar las pocas cosas de valor que tenían. Rosa no tuvo ese problema, pues sólo llevaba encima un objeto de valor, un anillo de plata con un zafiro diminuto que había sido el único regalo de su marido durante su noviazgo. Tras varios días esperando en mitad de la nada y alimentándose del pescado cocido en sal y de algunos de los embutidos que llevaban consigo, por fin los campesinos retiraron las rocas y un nuevo tren pasó por allí. El tren, curiosamente, se dirigía hacia la misma dirección que ella quería seguir y, aunque quizás no fuese a Tremp, seguro que la dejaría más cerca. Rosa y sus niños subieron al tren, cargando tras de sí un gran número de maletas de diversos tamaños.
El tren partió y, para sorpresa de Rosa, estaba vacío, totalmente vacío. Aunque no entendía algo como esto, pensó que,  probablemente, fuera el comienzo de su ruta y que al llegar a la primera estación se llenaría de gente huyendo de la guerra. Pero su sorpresa no pudo ser mayor cuando, tras un par de horas de viaje en el que le pareció pasar varias veces por el mismo sitio, llegó a una parada diminuta en mitad de la nada, donde el tren se había detenido y, además, parecía que definitivamente. Rosa se extrañó aún más de todo cuando, tras casi veinte minutos parados allí sin señales de nadie ni de nada, se dirigió a la cabina del conductor y vio que estaba completamente vacía. Rosa asumió que no había nadie y que el tren no partiría tras varias horas de absurda espera.
Madre e hijos pasaron la noche allí, adaptando el lugar de la mejor manera posible para poder dormir los tres en una pequeña garita que coronaba la parada y, así, resguardarse del terrible frío que empezaba a hacer.
La noche terminó y, al amanecer, el tren se había marchado. Rosa no entendía nada. Angustiada, rezaba cada cierto tiempo por sus pequeños y por el mal estado en el que empezaban a encontrarse debido al frío y al esfuerzo. Además, la comida no duraría para los tres más de una semana por mucho que la racionasen. Transcurrieron dos días y la situación no varió ni un ápice, excepto por el creciente frío que cada día caía sobre ellos con más fuerza. Ningún otro tren había pasado y Rosa tomó una determinación: les dijo a sus hijos que la esperasen allí «Quietos como estatuas» hasta que ella volviese. Llevaría comida para tres días de manera muy racionada y dejaría comida a sus hijos para tal vez una semana. Seguiría las vías del tren por el camino que habían venido y trataría de llegar al último pueblo que había visto desde la ventana del tren. Este pueblo no debía de estar a más de unos treinta o cuarenta kilómetros, y Rosa estaba segura de poder llegar allí para buscar ayuda, así que emprendió su camino, y aunque dejar a dos niños solos era una irresponsabilidad, en este caso creía firmemente en que su hijo, astuto como un zorro y muy hábil desde pequeño, sería capaz de proteger a su hermanita de casi cualquier peligro. Lo único a lo que temía de verdad era a las armas de la guerra y confiaba en que, por muy monstruosas que volviese la guerra a las personas, no habrían llegado al extremo de matar a niños desamparados.
 Rosa anduvo durante todo el día hasta que, tras muchos kilómetros recorridos, la noche había caído y ella se dispuso a preparar un pequeño saco de dormir con diferentes prendas de ropa entrelazadas. No notó el terrible frío. Tampoco notó que, al acostarse, unos extraños ruidos se despertaban. Ni siquiera notó cómo las sombras crecían a su alrededor aunque fuera de noche. Pero, desde luego, sí que pudo sentir cómo la oscuridad, lo que parecían una decena de manos de sombras, la habían agarrado y zarandeado de manera violenta, despertándola con un gran sobresalto, a lo que, inmediatamente, había seguido un fuerte golpe en la cara que la había devuelto a la oscuridad del sueño.
No recordaba cuánto tiempo estuvo inconsciente. Lo único que recordaba, hacía ya unos cuatro días, era estar en este sitio, una prisión húmeda, muy húmeda, sin ventanas, con tan sólo una puerta de metal sin abertura y con muros de piedra por donde se filtraba agua salada. Cuatro días en esa celda y no había visto nada ni a nadie. Durante el día, tan sólo el ruido del mar rompiendo en algún lugar cercano la acompañaba. Sin embargo, cada noche, un sinfín de agónicos y desgarradores gritos resonaban terriblemente fuertes y claros desde todas partes. No sólo se escuchaban lamentos y gritos, sino también susurros e incluso, en alguna ocasión, frases sueltas que parecían incluir su nombre. Tenía hambre, frío y sed, pero lo más terrible pasaba por su cabeza al recordar que sus hijos, Carles y Cristina, estarían solos y aún esperándola. «Ojalá Dios cuide de vosotros por mí», pensaba cada cierto tiempo, a la par que rezaba porque todo esto pasase. La situación era muy extraña y, sin duda, la falta de alimento y agua le estaba afectando. No obstante, había una cosa que la perturbaba aún más, más incluso que el hecho de que sus hijos estuviesen solos, más incluso que los extraños gritos que retumbaban en su prisión por la noche o el hecho de que nadie hubiese pasado por ahí en cuatro días: era algo escrito en la pared que a duras penas se veía durante el día gracias a una pequeña rendija en el muro. En letras grandes, escrito a mano y, empleando algo que terriblemente parecía ser sangre, se podía leer:
«LA MUERTE ES SÓLO EL PRINCIPIO»

FIN


lunes, 18 de junio de 2012

Capítulo 9. El sobre






Capítulo 9. El sobre


«¡Qué bien he dormido esta noche!», pensó Cristina al estirarse por segunda vez en menos de un minuto. Tenía los ojos medio cerrados, pero pudo darse cuenta rápidamente de que aún era de noche. Había una cierta claridad aunque aún era de noche y seguía reinando la luna entre las nubes. Echó un silencioso y rápido vistazo a los demás y vio que, aunque quietos ambos, parecían despiertos. Aun así y por si acaso preguntó en voz baja:
—¿Estáis despiertos?
Carles respondió con un sencillo «sí». Ramón, alegre por fin de que la niña se hubiese despertado y tuviese alguien más ameno para hacerle compañía, y aún algo adormecido, le dijo:
—Buenos días Cristina, ¿Cómo has dormido?
—Muy bien y mucho… ¿Por qué es de noche todavía? —preguntó la niña rápidamente.
—Yo también he tenido esa sensación —respondió Ramón.
Cristina se frotó los ojos para espabilarse algo más y bostezó un par de veces con fuerza. Se incorporó y buscó con la mirada la maleta de los alimentos, pero algo atrapó su atención. En el suelo, junto a Ramón, había un sobre. Cristina lo cogió rápidamente y, sin que ni siquiera Ramón reaccionase, lo abrió. Metió la mano en el interior y sacó dos pedacitos de papel a los que en principio no prestó atención. Miró otra vez dentro del sobre y no encontró nada más. Entonces miró los pedacitos de papel y se sorprendió. Eran dos billetes de tren para un pueblo llamado Naraca. En ese momento, Ramón cogió los papeles de su manita y, tras un par de reproches de la niña y un rápido vistazo, dijo:
—Es un billete… Lo encontré anoche en el suelo… Cuando salí a buscar… Un momento, no es un sueño.
Ramón se quedó pensativo unos instantes y devolvió la mirada a los billetes de tren.
 —Naraca… No me suena de nada ese sitio. Supongo que será un pueblo de cerca —dijo casi sin creérselo—. Además no pone ninguna fecha, ni parece un billete ordinario. Sólo pone una hora y una fecha, las dos menos veinte de hoy.
Después, todos miraron el reloj del exterior tras apartar Ramón la cortina. En teoría, eran las doce de la mañana y aún no era del todo de día. Ramón y Carles se pusieron en pie como resortes. Todos sintieron que, aparte de lo extraño de la situación, algo iba mal.
—Será mejor que los guarde yo —dijo Ramón guardándoselos en el bolsillo—. Una vez en el tren no se atreverán a echar a un niño, y si lo intentan no se lo permitiré.
Carles sonrió emitiendo una leve risita a la que Ramón respondió mirándolo con extrañeza. La pequeña había comenzado a coger cosas de las maletas y, tras seleccionar unas y echar fuera de la caseta otras, las estaba colocando en una maleta marrón algo más pequeña que el resto.
—Señor Ramón, dése prisa y recoja sus cosas, tenemos que coger el tren —dijo la pequeña—, y, hermanito, ayúdame por favor —concluyó.
Carles, sin mediar palabra obedeció a su atareada hermana. El hombre, perplejo ante la predisposición de los niños, dijo:
— Pero ¿y lo de esperar a vuestra madre?
Carles se volvió clavándole la mirada y sentenció:
—Señor Ramón está claro que esto es un mensaje de nuestra madre. Si no lo ve es porque sigue dormido, así que despierte.
Ramón se pellizcó por si el niño llevaba razón y comprobó que no, que era real y que tenía que prepararse para coger un tren.



Capítulo 10. El mensajero


El reloj marcaba la una y veinte cuando terminaron de hacer las maletas. Les había llevado un largo rato recoger las diferentes prendas que habían usado para improvisar un refugio. Además, un par de maletas estaban rotas y, para cerrarlas, los niños tuvieron que cortar la cuerda y atarlas de la mejor manera posible. Ramón les había ayudado un poco, pero realmente la mayor parte del tiempo lo había pasado dándole vueltas a la cabeza ante lo extraño de la situación y la misteriosa aparición de los billetes, que, por otra parte, eran bastante sospechosos. Por más vueltas que le daba no llegaba a ninguna conclusión y, sin embargo, los niños parecían tener bastante claro que debían tomar el siguiente tren. Durante el rato que tardaron en hacer los preparativos, apenas habían intercambiado un par de palabras. Ramón estaba desconcertado, muy desconcertado:
―¿Cómo es posible que estos niños estén tan seguros de que va a pasar un tren por este inhóspito paisaje? —se preguntó Ramón ―Es más, ¿cómo es posible que yo también lo crea? ―dijo en voz alta casi sin darse cuenta.
En ese momento, el inquietante niño lo miró y le dijo:
―Señor Ramón, deje de pensar en cosas evidentes, el tren pasará, tanto si usted cree que lo hará como si no.
Ramón abrió los ojos de par en par y pensó para sí: «es posible que este niño me lea la mente, o sólo es así de intuitivo». Después, preguntó francamente intrigado:
―Carles, ¿cómo sabias lo que estaba pensando?
―Porque es usted una buena persona, señor Ramón, y como todas las buenas personas es usted como un libro abierto.
Ramón estaba perplejo. Este niño debía ser un auténtico genio, pues no sólo era listo y decidido, sino que, además, era terriblemente intuitivo. Durante algunos instantes, Ramón no dijo nada, tan sólo miró fijamente a Carles, quien estaba terminando de atar una maleta delante de él y ya no parecía prestarle atención. «Este niño es como un zorro de listo. Además, aunque sea tan pequeño, parece que tenga el cerebro de un adulto», pensó Ramón, y preguntó:
―Oye, pequeño, ¿hace cuánto tiempo que se marchó tu madre?
Carles lo miró de soslayo, a la par que su eterna sonrisa cambiaba levemente a un toque más agrio, casi una mueca de dolor más que una sonrisa, y le contestó:
―Hace bastantes días, tal vez una semana. ¿Por qué lo pregunta, señor Ramón?
Ramón miró con pena al pequeño. «Una semana», se dijo a sí mismo, «es posible que su madre haya muerto caminando sola por semejante yermo», pensó con bastante dolor.
―¿Y no dijo hacia dónde se dirigía?
―No ―respondió secamente Carles, quien había empezado a incomodarse ostensiblemente por las preguntas del hombre―. Pero ella está bien, lo sé ―añadió el pequeño con una firmeza que casi convenció a Ramón.
Seguidamente, Carles se marchó a situar las maletas cerca de la vía, a fin de colocarlas para subir rápidamente al tren. Ramón se quedó apesadumbrado por la situación de los pequeños y, tras un breve repaso mental a sus escasos conocimientos sobre niños, decidió animarlos un poco. Se puso en pie y estiró las piernas y los brazos con fuerza. Llevaba un rato sentado pensando y, a juzgar por lo entumecidas que tenía las piernas, debía haber sido un rato bastante largo. «Empezaré animando a la niña, será más fácil que animarlo a él», se dijo. Dio un par de pasos y se situó junto a Cristina, que estaba sentada en un borde de la parada mirando al horizonte.
―¿Sabes leer, pequeña? ―preguntó con una sonrisa en la cara.
Cristina, que parecía pensativa, respondió a su sonrisa con una más grande y dijo:
―Un poco. Mamá me enseñó, pero tardó mucho, así que casi siempre me lee ella. Ahora me está leyendo Los jinetes de la pradera roja, de una señora Americana.
Ramón había oído hablar de ese libro a un amigo suyo algo rarito. Se trataba de una novela del Oeste americano que estaba escrita por un escritor masculino llamado Zane Grey, «aunque es cierto que Zane suena a mujer», se dijo mientras se reía levemente y se sentaba al lado de Cristina. Esto lo sabía gracias a su conocimiento sobre periodismo y literatura, pero le sorprendió que una niña supiese acerca de tal libro, a la vez que se preguntó si tal vez ese libro sería adecuado para su edad.
―Yo soy periodista, periodista de sucesos ―anunció a la pequeña con un leve atisbo de orgullo.
―¡Córcholis! ¿De verdad es usted periodista? Yo, de mayor, quiero ser enfermera ―dijo la pequeña con mucho entusiasmo y felicidad—, me gusta ayudar a la gente. En casa, siempre ayudo a mamá en todo lo que puedo.
Ramón volvió a sentir una puñalada en el estomago al pensar en lo solos que se hallaban los niños. Sonrió a Cristina con toda la felicidad que pudo reunir y le frotó la cabeza con dulzura. «¿Por qué le froto la cabeza como si fuera un perro? ¡Qué poco sé de niños, madre de Dios!», bromeó para sí el periodista. Después, buscó en su gabardina su petaca mientras pensaba en qué haría con ellos cuando llegasen a la próxima parada. Tras toquetearse los bolsillos unos instantes, encontró lo que buscaba. Sacó la petaca y le dio un buen trago que le hizo sentir incluso un poco de calor. «Hace demasiado frío, el sol aún no ha salido del todo y es medio día», repasó en su cabeza. «Es imposible que un eclipse dure tanto tiempo, ¿qué narices está pasando?», reflexionó mientras daba otro trago a su petaca. Esta vez, el líquido le calentó las entrañas y lo devolvió un poco al mundo real mientras sus mejillas adquirían un color rojizo por el alcohol. Volvió la vista atrás para ver al pequeño terminando los quehaceres y lo encontró con la mirada perdida entre las vías, sentado sobre una maleta, encogido sobre sí mismo y estático, como si se tratase de una gárgola. Ramón estaba triste, dio un trago más y cerró la petaca.
―Está claro ―dijo decidido y en voz alta.
En ese momento se puso en pie sorprendiéndose a sí mismo. En su interior había nacido una nueva determinación creada de su bondad y de tres tragos de alcohol:
―Escuchadme pequeños ―casi gritó el periodista―, yo cuidaré de vosotros hasta que encontremos a vuestra madre.
Carles abrió los ojos como platos y emitió una risa en forma de graznido que fácilmente podía confundirse con el sonido de algún ave. El niño se puso en pie y, tras dar unos pasos para acercarse a Ramón, le tendió su pequeña manita. Ramón se quedó perplejo por lo adulto de este comportamiento pero, llevado por la emoción de sus propias palabras, estrechó la mano del niño.
―¿Prometido, señor Ramón? ―dijo firmemente Carles.
―Prometido ―respondió el periodista, completamente convencido de sus palabras.
Entonces Carles abrazó a Ramón, quien respondió con sinceridad. «Pobre niño, ha tenido que hacerse un adulto en poco tiempo. Aún debería estar jugando al fútbol con sus amigos. ¡Maldita guerra!». Ramón soltó el abrazo de Carles y le acarició la cabeza mientras pensaba en la guerra.
Cuando estalló la guerra, en cierta medida Ramón se alegró bastante. Él era un periodista mediocre, pero no porque escribiese mal, sino porque escribía artículos sin interés. Su mejor artículo hablaba sobre una tasca bilbaína en la que un grupo de militares habían quemado vivos a un par de nacionalistas vascos. Este artículo estuvo bien, pero fue el único, y gracias a él tenía trabajo. El resto de sus artículos habían tratado sobre accidentes de tráfico o robos en granjas. La guerra era para él una oportunidad, pero jamás se hubiese alegrado de saber lo que sería de verdad una guerra. Al mes de estallar la guerra, un amigo suyo, con tendencias políticas extremas y demasiado abiertas al público de la época, desapareció. Al poco fue encontrado  flotando en el río Ebro. A Ramón eso le entristeció mucho, pero era sólo el principio. Semanas después, su primo Justo, que era casi como su hermano, murió en Talavera de la Reina en un tiroteo. Ramón no sabía por qué murió, pero algo después descubrió que se trataba de un tiroteo indiscriminado de los nacionales al tomar la ciudad y que, aunque se había tachado de rojo a su primo, seguramente se trataba de un disparo sin sentido que después, había sido justificado de esa manera, pues su primo era una de las personas más apolíticas que conocía. Mucha gente había muerto sin culpa alguna y aunque eso no consolaba a Ramón, sí que le hacía no odiar especialmente a un bando o a otro.
Por último, lo más terrible que había vivido Ramón fue la Batalla de Belchite, cerca de su ciudad natal, Zaragoza, que casi le cuesta la vida. La ciudad de Zaragoza apenas se vio afectada en esta batalla, pues los republicanos, que partían con la idea de tomarla de manos de los nacionales, se centraron en Belchite luchando contra un reducido reducto nacional. En aquel momento, Ramón residía en Mediana, un pequeño pueblo muy cercano a la capital aragonesa. Vivía en aquella localidad desde hacía tan sólo un par de meses, y se había mudado allí pensando precisamente que sería más difícil que la guerra le alcanzase en un pequeño pueblo antes que en Zaragoza, pero su error fue grande y los republicanos atacaron esa zona. Aunque su casa y gran parte de su pueblo fue sacudido por bombas, morteros y disparos, tuvo suerte y el grueso de la batalla se desarrolló en otro pueblo cercano, el pueblo de Belchite. Tras un gran susto y un par de noches sin salir de casa, pudo marcharse y huir de la zona de conflicto en dirección a Cervera, en la provincia de Lleida, donde los republicanos parecían haber controlado la situación. Allí pasó los últimos meses hasta que el avance nacionalista le hizo decidir volver de alguna manera a Zaragoza, para lo cual cogió un tren tras otro hasta acabar aquí, con estos niños.
Un timbre que sonaba como si fuese un despertador gigante sacó a Ramón de sus ensoñaciones. Eran las dos menos veinticinco y el tren debía de estar al llegar.
―Señor Ramón ―dijo Cristina atemorizada―, debería ver esto. Tengo miedo ―concluyó con terror la niña.
Ramón giró la cabeza a tiempo de ver cómo a lo lejos, hacia donde miraba la niña, el sol había asomado tímidamente, lo cual cegó levemente al periodista. Tras unos segundos de nula visibilidad, Ramón vio lo que atemorizaba a la niña: en el horizonte, a no demasiada distancia de ellos y a contraluz del sol, divisó un gran número de sombras humanas que parecían correr hacia ellos. Al principio, sólo distinguió un centenar o dos, pero, a medida que pasaban los segundos, Ramón se sorprendía más y más al contemplar que, en realidad, se trataba de miles o decenas de miles y todos parecían correr hacia donde se encontraban ellos.
―¿Qué demonios es eso? ―dejó escapar por sus labios ―Serán soldados pero, ¿por qué corren? Además no parecen armados.
Ramón había dicho estas palabras en voz alta, casi sin querer. Asustado y totalmente desconcertado, sus pensamientos habían salido a la superficie:
―No son soldados ―dijo Carles en un tono tranquilo que asustó aún más a Ramón.
El periodista fue a responderle, pero entonces el niño señaló a una persona que se hallaba a unos cien metros de la parada y que, a diferencia de los demás, en vez de correr, tropezaba. Carles, sin mediar palabra, corrió en dirección a la figura, mientras que Ramón, tras decirle a Cristina que esperase donde estaba, se acercó cojeando también. Cuando se encontraban a unos diez metros del misterioso personaje, Ramón alcanzó a Carles y lo detuvo agarrándole del hombro.
―Tenemos que tener cuidado, esto es muy raro ―le dijo al pequeño.
Carles asintió y ambos miraron a la figura, que trastabillaba hacia ellos. Durante unos segundos, todo pareció congelarse para Ramón, quien, estaba muy asustado por la figura, pero lo estaba aún más de todas las demás que se acercaban rápidamente por detrás y no paraban de crecer en número. La figura tropezó un paso más y pareció verles al fin. Un hombre de pelo largo y castaño miró hacia ellos con los ojos vidriosos y la mitad de la cara manchada por una extraña sombra negra que parecía tener relieve. Tras unos segundos más y otro paso, que empujó a Ramón y a Carles un paso atrás, dijo con una voz casi de ultratumba:
 ―Ayuda…
Justo después, se desplomó de bruces al suelo. 

viernes, 15 de junio de 2012

Capítulo 7. Atardecer




Capítulo 7. Atardecer


La noche estaba a punto de caer. Debía faltar menos de media hora para que el sol se pusiese y, aunque todo el día el cielo hubiese estado nublado, ahora que la noche se acercaba comenzaba a verse realmente poco. Los niños ya habían desatado a Ramón y, antes de que ni siquiera hubieran dicho una sola palabra más, Carles les había entregado varias telas para que preparasen la caseta, adecuándola así a tres personas en vez de a dos. Pronto terminaron y, mientras, el niño se encargó de acercarse a una escondida caja de luces situada en el lateral de uno de los raíles, la abrió y, tras trastear en ella unos segundos, una bombilla situada en el techo de la estación se encendió. Ramón, que observaba al niño, quedó sorprendido tanto de su habilidad como de que ese inhóspito paraje siguiese recibiendo corriente eléctrica. Cristina, a su vez, había abierto una de las maletas, de color verde oliva y gran tamaño. Había sacado de ella una ristra de longaniza y un enorme pedazo de chorizo. Sacó también una pequeña garrafa de agua que apenas podía levantar con las dos manos, un cuchillo bastante viejo y media hogaza de un pan que tenía poco aspecto de haber sido horneado en la última semana. En la maleta había más comida, poca ya, pero aún quedaban unas cuantas conservas, embutidos y agua para unos días más, si seguían racionándola como hasta ahora. Tras una fugaz cena en la que los niños devoraron con prisa la comida y acuciaron a Ramón a que hiciese lo mismo, recogieron las maletas y se introdujeron en la pequeña caseta apretados a más no poder. Una vez dentro y mientras corrían las cortinas, pudieron observar cómo la luz del sol se extinguía justo a tiempo: la noche había llegado.
Ramón, por fin, después de la frenética cena y la preparación para pasar la noche, y  tras unos segundos tratando de acomodarse en el pequeño espacio, preguntó con un leve tono socarrón en su voz:
—¿Por qué tanta prisa? Yo os hago caso, pero no creo que la noche sea tan peligrosa como para estar a punto de morir atragantado.
Cristina rió divertida y respondió con un tono de voz algo más bajo de lo normal, cercano al susurro:
—Mi hermano tiene miedo de la noche. Es normal, hay mucho ruido de animales y por la guerra y es difícil dormir. Pero es muy exagerado con tantas prisas —volvió a reírse con dulzura a la par que su boca se abría lentamente en un pequeño bostezo—. Yo de todas maneras tengo mucho sueño —añadió con los ojos medio entornados.
Carles buscó en su gabardina y, tras meter la mano en un par de bolsillos, sacó unas orejeras de uno de ellos y se las dio a su hermana. Ramón no se había dado cuenta entre el golpe, las prisas y el hambre, de que hacía mucho frío, mucho más que antes, mucho más que de día. «Afortunadamente siempre llevo mi propio anticongelante», pensó mientras metía la mano en un bolsillo y sacaba una pequeña petaca de la que, con gusto y ganas, dio dos buenos tragos. Cristina, que ya se había apretujado contra una esquina con las orejeras puestas y tapada con dos abrigos aparte del que llevaba puesto, no tardó más de un par de minutos en quedarse dormida.
Ramón la miró pausadamente y pensó: «pobre pequeña, tan joven, delicada y aquí sola en mitad de la nada, con una guerra rodeándole». Se compadeció de ella profundamente, hasta tal punto que se le hizo un nudo en la garganta. En ese momento reparó en el inquietante niño: «él también está solo», pensó desviando la mirada hacia el pequeño. Para su sorpresa, Carles, lejos de haberse dormido como su hermana, lo miraba fijamente a la cara sin ni siquiera pestañear. Mantuvieron las miradas el uno sobre el otro de manera casi estática y, entonces, un ruido sonó seco en el exterior. Después siguió otro, y uno más. Un lamento, o algo parecido, erizó el pelo de la nuca de Ramón haciéndole sobresaltarse y mirar a la puerta. Comenzó a ponerse nervioso mientras que un número indeterminado de pequeños ruidos provenían de fuera. Tras unos instantes en los que apenas se atrevió a pestañear, el hombre miró al niño que, imperturbable, seguía observándole. Después de unos segundos más, que parecieron eternos para él, Carles se puso de pie y le dijo con una voz tranquila y agradable como la de su hermana:
—¿Tiene usted miedo a la oscuridad, señor Ramón?



Capítulo 8. La noche


Ramón seguía sin entender lo que acababa de pasar. El pequeño Carles le había preguntado si le daba miedo la oscuridad para justo después precipitarse fuera de la garita de un salto. No lo entendía, para nada, y mucho menos escuchando lo que venía del exterior. Pasos, gritos apagados, llantos, risas ahogadas, canciones de cuna, un sinfín de inquietantes y leves sonidos que hubieran puesto la piel de gallina al más duro de los soldados. Sin embargo, el pequeño, lejos de asustarse de la oscuridad como había dicho su hermana, se había precipitado en ella. No sabía cuántos segundos o minutos habían pasado de esto, pero Ramón seguía petrificado en su mezcla de temor y sorpresa, con la mirada clavada en la tela que hacía las veces de puerta y que oscilaba levemente. Por debajo de la tela se podía vislumbrar un poco de luz proveniente de la única bombilla de la estación que se colaba tímidamente en el umbral de la caseta. Ramón se pellizcó con lentitud la mejilla y, tras hacerse un poco de daño, pestañeó diciéndose a sí mismo que todo esto era real. «Tengo que hacer algo, no puedo dejar al niño solo fuera», pensó asustado. Se puso en pie tratando de no hacer ruido y se estremeció una vez más ante el frío de la noche. Con mucho cuidado y tras echar otro vistazo a Cristina, quien seguía plácidamente dormida, levantó levemente la cortina que hacía las veces puerta por un lateral para echar un vistazo al exterior. Para su sorpresa y tranquilidad no vio nada. Tampoco se veía gran cosa ya que la pequeña y gastada bombilla alumbraba toda la tarima de la parada de tren, pero poco más. Esta bailaba suavemente en un movimiento pendular debido a una suave brisa helada que corría desde lo que Ramón creía que era el Este. Tragó saliva con dificultad y, tras calarse algo más el sombrero, dio un paso al exterior. Nada pasó, salvo otra pequeña ráfaga de aire. Miró a izquierda y a derecha con precaución, evitando hacer ningún movimiento brusco, tratando de no alertar a nada ni a nadie porque aunque no viese nada, seguía oyéndolo. Eran susurros y apagados movimientos en la oscuridad, relativamente lejos de donde se encontraba él. Pasaron unos interminables segundos y nada ocurrió, lo cual le tranquilizó y le dio ánimos. «Animalillos nocturnos», se dijo para sí, a la par que avanzaba hasta el centro de la luz a unos pasos  de la garita. Los ojos de Ramón se abrieron de par en par al llegar allí. En el suelo, un sobre de color hueso llamó inmediatamente su atención. Se agachó a cogerlo con sumo cuidado y sin descuidar la oscuridad que le rodeaba. Estaba relativamente caliente para el frío entorno, como si alguien lo acabase de dejar ahí. Un ruido lejano llamo su atención. «Dios mío, dime que eso no era una risa», se dijo para sí mismo. Estaba temblando y no por el frío. Acababa de escuchar una risa aguda. «Ojala sea el niño», volvió a decirse. Se había tensado desde el pie hasta la punta del flequillo. Miró en dirección al lugar desde donde provenía el ruido y no vio nada. Ramón había tenido suficientes golpes de adrenalina, y repitiéndose una y otra vez lo absurdo de todo giró sus pasos y se dirigió a la garita. Antes de entrar paró en la puerta y con una voz leve comenzó a llamar a Carles. Lo intentó una decena de veces y la única respuesta fue un inquietante ruido cada vez. No entendía nada, ni siquiera estaba seguro de estar despierto tras semejante cadena de sucesos paranormales, así que entró y se sentó tratando de buscar una explicación. Cristina seguía allí dormida y, para su sorpresa, Carles también. Se rascó la cabeza con incredulidad y dio un par de tragos más a su petaca. Ya no temblaba, al menos de miedo. Le dolía un poco la cabeza y los susurros y ruidos parecían haber cesado. Tomó un trago más. A la petaca de ron le quedaba poca sustancia. «Eso es malo», pensó, y añadió para sí: «muy malo». Sus ojos se fueron nublando lentamente. Tenía frío, aunque mucho menos que hace unos minutos, y eso, junto con un último trago, llevó a Ramón a un agradecido sueño.

domingo, 10 de junio de 2012

Capítulo 5. No te fíes de un desconocido






Capitulo 5 "Destino Incierto". No te fíes de un desconocido


—Mamá dijo que no nos fiásemos de nadie —dijo Carles de manera sentenciosa.
Se hallaba de pie, erguido sobre el derrumbado cuerpo del hombre. En su mano sostenía aún uno de los cabos de la cuerda con la que lo había atado. Tiraba fuertemente de él, asegurando que los nudos que él mismo había hecho resistieran a cualquier intento de desatarse de su cautivo.
Cristina lo miraba con cierto interés, pero sobretodo con preocupación. En más de una ocasión le había dicho a su hermano que no tirase tan fuerte o le haría daño al pobre hombre. La pequeña miraba la herida que su hermano le había hecho en la cabeza al desvanecido señor. Limpiaba la sangre seca que se apelmazaba en su pelo con un poco de agua y un pañuelo blanco que su madre le dio antes de salir de casa. El pañuelo ahora estaba teñido de rojo oscuro, pero poco a poco la herida fue teniendo un mejor aspecto.
Tras un rato atando Carles, y limpiando y curando Cristina, el niño pareció haber terminado. Había atado las manos y las piernas del hombre con un sólido e impecable nudo, digno de un marinero avezado. El niño tenía tanta práctica gracias a un antiguo vecino llamado Paul, que casualmente era marinero y que, aunque fuera un hombre mayor, siempre que estaba en Barcelona jugaba mucho con los niños de su barrio, la Barceloneta. Carles había aprendido bien, muy bien, como siempre que aprendía algo.
Mientras trastocaban al inconsciente señor, poco a poco la mirada de Cristina fue recuperando la vida. El brillo en sus ojos volvió sin que ella se diese cuenta, pero Carles sí lo percibió. Mientras terminaba de asegurar todos los nudos, se había fijado en el interés y premura con que su hermana trataba al desconocido, y esto le alegró. Y le alegró aún más verla sonreír y mirarlo con dulzura como Cristina siempre miró. Carles asintió para sí mismo, y sonrió con plena sinceridad. Su hermana era feliz de nuevo, y si eso y este hombre no constituían una señal, entonces, nada lo era.
Al terminar, Carles se incorporó y, tras un rápido último vistazo a su presa, miró a su hermana y dijo con una voz dulce y melodiosa:
Hermanita, ahora podrás hablar con él todo lo que quieras, pero bajo ningún concepto lo desates. Yo voy a coger algo de cena.
Dicho esto, Carles se acercó a una de las maletas que tenían en la garita. Era la maleta más grande, prácticamente de la misma altura que el niño y de un profundo color rojo oscuro. Tras abrirla removió un poco en su interior y rápidamente sacó una pequeña y desgastada pala. Después miró por última vez a su hermana y al hombre y se alejó lentamente de la pequeña estación encaminándose a un disimulado grupo de piedras situadas a unos doscientos metros de allí.
Cristina siguió todo el rato con la vista a su hermano mientras este cogía la pala que días atrás él mismo había guardado en el interior de la maleta. La pala era lo único útil que habían encontrado en la estación y precisamente por ello su hermano había insistido tanto en guardarla. Tuvieron que romper un pequeño trozo del palo pero cupo con facilidad en la maleta roja, herencia de la abuela. Cristina estaba de acuerdo casi siempre con su hermano, pues Carles era muy listo y hábil. Estuvo de acuerdo con esperar a mamá en la estación, estuvo de acuerdo con guardar la pala y con dosificar la poca comida y bebida que tenían, pero no estaba nada de acuerdo en golpear y atar a la única persona que habían visto en días. Así que cuando su hermano golpeó y dejó inconsciente al hombre, Cristina corrió a detenerle y pedirle que le dejase hablar con él.
Carles era listo, muy listo, lo suficientemente inteligente como para saber que su hermana era extraordinariamente intuitiva, y cuando ésta le pidió hablar con el hombre por la sencilla razón de que «le parecía una buena persona», Carles, sin apenas dudarlo, le dijo que sí. Aun así, para asegurarse, Carles decidió atarlo antes de que su hermana se quedase a solas con él. Cogió una cuerda que les servía para mantener sus maletas unidas entre sí y lo ató antes de que despertase. Ahora estaba cavando en pos de algo de cena, unas lombrices tal vez, para ellos y para el nuevo e inesperado invitado, pero a pesar de estar a doscientos metros no quitaba ojo de lo que hacía Cristina.
La pequeña, con dulzura, comenzó a agitar suavemente al inconsciente hombre, mientras pensaba qué le diría. El hombre, tras unos cuantos bamboleos algo suaves y un par de ellos no tanto, comenzó a recobrar la consciencia. Abrió un ojo, luego otro y trató de estirarse sin mucho éxito, dándose inmediatamente cuenta de que debía de estar atado. En sus ojos mostró un atisbo de terror, y antes que abriese la boca, la pequeña Cristina apoyó la mano en su cara. El hombre, aún sin decir nada, vio la cara de la pequeña y su terror se convirtió poco a poco en sorpresa. Con los ojos como platos miraba a la niña, sin llegar a entender qué pasaba. Entonces, Cristina dijo con una preciosa y timbrada voz:
—No se preocupe señor, mi hermano Carles es algo rudo, pero lo hace por mi bien. Yo soy Cristina y aquel es mi hermano, venimos de Barcelona y estamos esperando a nuestra madre.
El hombre abrió los ojos aún más, sorprendido ante la cordialidad de la pequeña. Miró desesperado a su alrededor una y otra vez, devolviendo siempre su atención a la niña. Cristina esbozó una pequeña sonrisa al ver a un hombre mayor tan desconcertado y asustado, apoyó de nuevo su mano en él y le dijo:
—No se preocupe, no va a pasarle nada, pero mi hermano dice que no puedo soltarlo hasta que no hayamos hablado y me fíe de usted. Así que, por favor, señor, ¿podría decirme cómo se llama?


Capítulo 6 "Destino Incierto". Secuestro


«Sin duda debo seguir inconsciente», pensó, mientras una bonita niña lo miraba y le decía no sé qué de su hermano. Aún le dolía la cabeza del golpe que un niño rubio y extraño le había propinado, dolor que poco a poco despejó de su cabeza la idea de hallarse aún inconsciente. «Su hermano» acababa de decir la niña. «El hermano de la niña debió ser quien me propinó el golpe», volvió a pensar Ramón. La niña le hablaba, pero no podía prestarle ni la más mínima atención, pues seguía bastante aturdido por el golpe y terriblemente sorprendido por el hecho de estar atado en el suelo. La pequeña captora preguntó algo, pero Ramón no pareció percatarse. Volvió a preguntar y esta vez la oyó, pero seguía absorto en su nerviosismo. Miró a los lados en busca del niño, pero no lo encontró. En ese momento, la niña cogió con sus diminutas manos ambas mejillas de Ramón y le obligó a mirarla. Él se puso nervioso y, tras un par de sacudidas violentas con el cuello y un par de gemidos por el esfuerzo de tratar de soltarse, se serenó. La niña pareció darse cuenta de que su prisionero se había calmado un poco y volvió a preguntar con voz dulce y pausada:
—¿Cómo se llama, señor?
Ramón la escuchó claramente y, tras sopesar rápidamente la situación y no entenderla en absoluto, decidió que lo mejor era hacer caso a sus captores por muy niños que fueran y por muy absurda que fuese la situación.
—Mi nombre es Ramón —dijo con voz pausada y seria, tratando de mostrar entereza.
—Encantada Ramón, yo soy Cristina. Y ese es mi hermano Carles. Estamos esperando a nuestra mamá —dijo la pequeña con una sonrisa dibujada en su rostro—. Y no tiene por qué tener miedo, no le haré nada —dijo de nuevo, transmitiendo una seguridad y bondad que él notó de inmediato y que, en parte, le tranquilizaron—. ¿Le duele mucho la herida, señor Ramón? —dijo una vez más la pequeña.
Algo más calmado, Ramón miró a la pequeña y respondió con sinceridad:
—No demasiado, pero he estado en lugares más acogedores que este —dijo con un tono de frustración en su voz, mientras miraba sus ataduras.
Cristina no era rápida para los sarcasmos, así que tardó unos segundos en darse cuenta de que el hombre se refería a su condición de estar atado.
—No puedo soltarle, no al menos hasta que usted me prometa que no le hará nada a mi hermano —dijo con un leve tono de sermón—. Ya sé que es usted un buen hombre. Se nota, al menos yo lo noto, pero está usted enfadado y eso no es bueno —continuó la pequeña con su sermón—, así que cuando usted se tranquilice, volveré a preguntarle a mi hermano y le soltaré —concluyó Cristina.
Una vez más se sintió seguro ante esa niña y poco a poco comenzó a serenarse por completo, tras unos instantes en los que la pequeña no le quitó ojo de encima, Ramón se relajó definitivamente y le dijo con serenidad y sinceridad:
—Ya estoy mejor. No os voy a hacer daño. Aunque tu hermano se merece un buen tirón de orejas y unos azotes por el golpe que me ha dado, no haré nada de eso.
Cristina sonrió una vez más y, tras escudriñar el rostro del hombre con detenimiento, asintió.
—Le creo, y aunque es verdad que mi hermano es algo travieso, sólo le ha golpeado para protegerme —dijo con una voz afable y sincera—. Le soltaré y así podremos cenar y escondernos, que pronto será de noche y mamá no llegará hoy.
Tras decir esto, la niña se incorporó por completo de su posición de rodillas junto al hombre y con un grito llamó a su hermano.

jueves, 7 de junio de 2012

Lobito solitario


Lobito solitario




El lobo solitario aullaba en la noche
sin saber que la luna ya se fue en un coche
Las patitas heladas se fundían en la nieve
sin saber que el calor busca quien lo lleve

En el cielo oscura la luna se ausentaba
y el lobito sin rendirse al llamarla aullaba
Las estrellas tras las nubes ocultas están,
y el frio de la madrugada congelado lo dejaba.

El lobito triste a la luna buscaba,
con tan mala fortuna que tropezó y cayó de un risco,
El lobito herido y al que poco tiempo quedaba
Vio tras las nubes mostrar su disco

Y mientras la luna brillaba,
la sangre del lobo se derramaba
contento el lobo a la luna aullaba,
mientras entre vaho y amor la vida se le escapaba

La luna lo vio morir,
y el lobito dejó de sonar,
las estrellas en la noche no pararon de llorar,
mientras la luna al lobito acompañaba al hogar.